domingo, 2 de octubre de 2011

EL JUEVES PASO UN ANGEL POR EL HOGAR


Estaba en el ático, con Tanira, y ella, cansada de las molestias de Edwin, que no para,  que busca una pita, hilos o cuerda en cualquier parte del suelo o de tu vestuario, que a veces se acerca y te da un pequeño empujón, lo alzó y lo lanzó por la ventana.
En la planta baja fue la contadora Lupe que trabajaba con Martha en la oficina, quien vió al niño caer del cielo. Dice que rebotó en el friso de la entrada y de ahí cayo al césped como un muñeco inerte.
Había 40 niños esa mañana en el Hogar, y 8 monitoras adultas para su cuidado. Más de lo general pues la cifra suele estar entre 4 o 5 monitoras para todo, si no hay voluntarios. Al estar con los preparativos del aniversario estaban ayudando muchas trabajadoras, las más involucradas.
Pero sucedió. Nunca nos había pasado nada por el estilo y en cierta y humilde forma nos jactábamos de ello,  pero el jueves sucedió.
 Rosa salió a emergencias con el niño al Hospital Regional. Nos lo atendieron, pues la caída del tercer piso, en principio, puede pasarle a cualquier niño o niña independientemente de sus necesidades especiales o discapacidad.
Lo dejaron en observación unas cuatro horas. Nosotros, la enfermera Quely,  no quería, pero le dieron el  alta médica y llegó al hogar con el niño de la mano a las cinco horas de salir. Dijeron que como el niño no hablaba, ni se quejaba, ni lloraba, era absurdo hacerle raxos x, o tomografías o dejarlo en observación, pues “se justificaría si hubiese vomitado y además, como no es normal no sabían cómo era antes de la caída”.
Quien haya visto las fotos de nuestra casa podrá observar que el ático es un tercer piso muy alto. Edwin a penas pesa los 14 kilos y ya era un superviviente cuando llegó al hogar con sus hermanos.
Los dos niños estaban por la mañana en el ático y eso no debería haber sucedido. El ático no es la habitación de ninguno de ellos. El acceso al tercer piso debería haber estado cerrado y ellos no deberían haber estado allí.
 Algún día dejó de cerrarse durante el día el acceso al tercer piso, y como no sucedió nada, al siguiente día tampoco tuvimos preocupación en cerrarla. De ahí, no sé desde hace cuanto, se convirtió en habito el no cerrar con candado el acceso al tercer piso.
Edwin podría haber caído desde el columpio, o podría haber resbalado de la combi, o algún niño haberle empujado por las escaleras. Es evidente que cada segundo puede ocurrir un accidente que destroce o marque todas nuestras vidas, y es de agradecer que no suceda.
Edwin regreso en menos de cinco horas al hogar, con la cara asustada pero el cuerpo intacto, ni un solo rasguño o moretón.  Tanira, angelical y orgullosa, repetía a media lengua y sonriente su hazaña, pero en minutos lo olvidó, retomo su pañuelo y volvió a su vida.
Y al igual que Tanira, todos regresamos a las nuestras, con mayores o menores cargas emocionales.
 Pero llegara un momento, en el que no pueda cabernos o no podamos transformar en positivas las experiencias de cada día.
Por eso necesitamos un terapista, para nosotros los adultos, que nos sentimos culpables cuando para defender nuestra integridad debemos alejar al niño con un ataque de esquizofenia violenta, con una patada en el pecho, para enviarlo lejos y que te dé así  tiempo a recomponerte y levantarte del suelo tras su ataque, aunque sea  principalmente, para huir. O cuando vemos que de la nada, y con todo el amor que respiramos, comienza una feroz lucha entre dos de ellos y solo entre cuatro o cinco podemos separarlos. O que uno empiece a gritar desesperadamente  sin detenerse a respirar, chillando cada vez más fuerte y tú, que no puedes hacer nada para calmarlo, ves como otros niños empiezan a sentir la misma desesperación y gritan y chillan todos cada vez mas fuerte.
A veces, por no defenderte, te parten la nariz, o una pierna, o un dedo, o te echan encima una olla de 50 litros con sopa hirviendo. O simplemente ves como se hacen heridas, se autolesionan y por mucho que los observes los encuentran con la herida hurgada y sangrando de nuevo.
A veces son violentos, pero la mayoría de las veces y las que más dolor nos causa, es cuando indefensos, vemos que no avanzan, que no recuerdan hoy lo aprendido ayer, y  nos detenemos a pensar que será de ellos en un futuro cuando no podamos, quizás, tomar su mano y estar junto a ellos acariciandoles en nuestro regazo.
Ese es nuestro mayor dolor, nuestra mayor incertidumbre y nuestro mayor peso. El que necesitamos desesperadamente compartir con ustedes para juntos conocer nuestro vivir y sentir diario. 
Sus vidas están en nuestras manos, por ello reclamo sinceramente su atención y apoyo.